martes, 13 de marzo de 2012

LA MUERTE DEL AMBITO PRIVADO

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La muerte del ámbito privado

El día del golpe, el autor cerró con llave su casa. “Qué patético gesto.” No había percibido el engaño del “afuera” y el “adentro” que impusieron los militares a partir del 24 de marzo. Pronto vendrían tiempos en que la Muerte sería normal. En este texto, una reflexión sobre la gloria que se niega a los “perejiles”, la tortura, el verdadero significado de la Obediencia Debida y la insidiosa crueldad de la palabra “subversivo”.


Por José Pablo Feinmann

Fue un golpe anunciado. Noventa días antes Videla había lanzado un ultimátum al gobierno de Isabel Perón. Luego dijo: “Morirán todos los que tengan que morir”. Luego hubo un período de silencio. Los comandantes no decían palabra. La clase política buscaba una y mil soluciones. Inútil, impotentemente. Los comandantes seguían sin hablar. Una vez más, el silencio se vivió como terror. Terror para algunos, incertidumbre para otros, ansiedad para muchos más que se preguntaban: “¿Para cuándo? ¿Qué esperan?” El infaltable ingeniero Alsogaray dijo: “Todavía no. Hay que esperar unos meses. El caos económico aún no ha desgastado totalmente a este gobierno”. Luego Oscar Alende habló por la cadena nacional. Dijo: “Nunca un golpe militar trajo nada bueno”. Pero ya era tarde. Ya pesaba mucho más –como definitiva respuesta de la clase política– la frase de Balbín: “No tengo soluciones”. Luego comenzaron a aparecer los enormes titulares de La Razón. Anunciaban la inminencia de lo inminente: el golpe. Hasta que dijeron: “Todo está decidido”. Y el día siguiente, fue el día del golpe.
Los jefes del golpe (la llamada Junta Militar) anunciaron a la población que permaneciese en su casa esa noche para facilitar las “tareas operativas de los comandos militares”. Me recuerdo cerrando la puerta de mi departamento, con la Trabex que había comprado cuatro días atrás. Vivía en un octavo piso. Qué patético gesto: cerrar la puerta del departamento. Era creer que existiría aún el ámbito privado. Que uno podría salvarse de la furia guerrera de la Junta guardándose en su casa, retirándose al ámbito privado. Ocurrió, a partir del 24 de marzo, un hecho decisivo: la desaparición del ámbito privado. Ese primer anuncio operativo de la Junta había sido falso y perverso: pedirle a los ciudadanos que no salieran de sus casas para no entorpecer las tareas de los comandos militares llevaba a creer en la existencia de dos ámbitos, el exterior (en el que se desarrollarían las “operaciones” de los comandos) y el interior (en el que un ciudadano podría permanecer seguro. Como suele decirse, en la seguridad del hogar. No hubo tal seguridad. No la hubo porque se aniquiló la diferencia entre el ámbito exterior y el privado. No existió lo privado para la operacionalidad militar. La entrada arrolladora en las casas, la destrucción de los hogares, su rapiñaje implacable fueron los signos de la época.
Durante los primeros días del golpe todos los diarios entraron en cadena: sólo publicaban los comunicados de la Junta. Y gran parte de los argentinos se sintieron sosegados: había llegado la hora del orden. Por televisión salía una y otra vez un aviso que decía: “Orden, Orden, Orden. Cuando hay Orden el país se construye de arriba a abajo”. Conocía muy bien a ese tipo de argentinos. Y no eran pocos. Uno, un mes atrás, me había dicho: “Por suerte se vienen los militares. Gente honesta, castigadora”. Todavía le veo la cara. Todavía recuerdo la forma que tomaron sus labios al decir la palabra “castigadora”. Otro, un viajante de comercio, me había explicado la eficacia del Ejército en Tucumán: “A los zurdos los atan y los vuelan. El pedazo más grande que queda es así”. Hizo un pequeño círculo con el índice y el pulgar: “Así”, repitió. Estaba decididamente satisfecho. Con este numeroso sector de nuestro país contó el golpe para recibir consenso. Numeroso, muy numeroso.
El 24 de marzo implica la era de la planificación racional y moderna de la Muerte. Los militares argentinos hicieron saber que no serían pinochetistas. Se interpretó tal aseveración como una señal de templanza: no se incurriría en los horrores del régimen chileno. Y, en efecto, no fueron pinochetistas, pero el modo en que no lo fueron acentuó decididamente la ferocidad y el horror de la represión. Para los blindados del 24 de marzo Pinochet había sido algo así como un exhibicionista: ese Estadio Nacional lleno de prisioneros, ¡qué disparate!, ¡qué alto precio había tenido en la opinión mundial! Pinochet era un tosco. Así, nuestros blindados decidieron inspirarse en la modalidad del ejército francés en Argelia: la represión se haría secretamente. La muerte secreta: ésta es la muerte argentina. La muerte se volvió subterránea, silenciosa, furtiva.
Los que han descrito la Argentina del ‘76 y el ‘77 han incurrido, con frecuencia, en un error que amengua la vivencia del miedo cotidiano. Tal vez esta experiencia la sabemos sólo quienes permanecimos aquí. Y es la siguiente: uno se enteraba de desmedidos horrores, desaparecían los amigos, o los conocidos o gente que uno no conocía, pero de cuya desdicha se enteraba. Es decir, uno sabía de la existencia permanente del horror. Sin embargo, al salir a la calle lo que más horror producía era el normal deslizamiento de lo cotidiano. La gente iba a trabajar, viajaba en colectivo, en taxi, en tren, cruzaba las calles, caminaba por las veredas. El sol salía y había luz y hasta algunos días del otoño eran cálidos. ¿Dónde estaba el horror? Había señales: los policías usaban casco, en los aeropuertos había muchos soldados, sonaban sirenas. Los militares le hacían sentir a los ciudadanos que estaban constantemente en operaciones, que estaban en medio de una “guerra”. Pero, a la luz del día, nada parecía tan espantoso como sabíamos que era. Quiero remarcar esta sutil y terrible vivencia del horror: lo cotidiano como normalidad que oculta la latencia permanente de la Muerte.

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